miércoles, agosto 23, 2006

Cuento


Cucharita de Plata

La única cucharita de plata de la casa era agitada con clara vehemencia por mi abuela, era el momento justo para ocuparse en algo, sea lo que sea; recuerdo que mi madre tomaba su sombrero de paja y decía: “que lindo día para jardinear”, y se encerraba en la pieza. Mi hermana mayor recogía la loza después del desayuno, y se perdía detrás de la cortina en la cocina, y la voz de mi abuela era tapada por el ruido del agua golpeando las sartenes y los platos.
Era el momento justo en que una mano arrugada y cálida me tiraba los cabellos con una fuerza de tiempo ya gastado. Sin mucha resistencia salía con la abuela al patio y ella hablaba de su desdicha, que la seguía como niño inconsciente por el campo de su pasado. –Como me sigues tú hoy, tu padre me siguió ayer-. Era para mi un poco despreciable semejante comparación, sabiendo muy poco de mi padre, unos dicen que era un buen hombre, y otros, sobretodo en casa, preferían no hablar de semejante ser humano.
Creo que escuchar a la abuela sentada en el jardín con la cuchara de plata apretada en la mano, como el último recuerdo palpable de su vida, con la mirada perdida en el horizonte y su voz gastada y enredada en el tiempo, hacían de ella un ser casi único. En todo sentido, todo lo que ella había escogido en esta vida: sus amigos, sus amantes (por que hay que dejar claro que la abuela no se casó nunca, pero se separó varias veces); sus cucharas de plata y hasta su hijo, ya no estaban. Sólo eran recuerdo de algo que su mente transformaba en historias sin finales ni comienzos, donde los personajes eran personas extrañas para todos, donde mi padre se confundía con sus amantes y tenía la personalidad de un niño, el cual sentía ser yo. Me gustaba cuando hablaba de él como si fuera yo, me gustaba cuando me enredaba en personalidades extremas, como su último amante, don Policarpo Sánchez, un hombre grande de campo que tenía un caballo loco, negro con blanco. Dicen que tenía al diablo adentro, pero yo creo que el único diablo que tenía era mi abuela, que lo golpeaba cada vez que llegaba borracho y con ganas de sentirse cerca de ella. Pero ella se hacía la difícil, siempre decía que había que hacerse respetar. Cada vez que decía esto, me miraba fijamente a los ojos y dejaba pasar algunos minutos para seguir hablando...
Recuerdo el campo verde y un sol de septiembre calentando las cabezas y la tierra. El murmullo de su voz dejó de resonarme en los oídos... Con el paso del tiempo no recuerdo su cara ni su color de ojos, ni me acuerdo de la historia que me contaba ese día, esa historia que, como muchas otras, no pedí escuchar pero me entregaba con diversión infantil a su lengua de lápiz, esperando aquel final nunca dicho. Eso era algo usual en ella, pero de aquella última historia me queda el recuerdo de la cucharita de plata chocando contra el piso de la casa, como el final de un libro viejo, ese sonido inscribible, pero que en la lengua de la abuela era sol, agua y viento.
La cucharita de plata ahora revuelve el té de mi mesa. No sé si ella soltó a la abuela, o si fue viceversa. Pero extraño algo de aquellos tiempos, quizá sea el sentirse parte de algo, del hogar, ser los oídos de los que tienen boca para hablar y cucharitas de plata para apretar la vida que se va.

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